El cielo enrojecido de
aquella tarde le otorgaba un especial encanto a este bosque de veredas
taciturnas, el silencio fue cortado por el trotar de mis pasos, unos pasos
enloquecidos al latir de mi corazón, yo ocultándome del amor, escapando de sus
besos y abrazos, un juego tonto que él se había inventado aquella tarde
aburrida de películas.
Ese día me oculté en la
rugosidad de un gran oyamel, estaba temblorosa, agitada, ansiosa de que él
llegara…de repente escuché el crujir de las hojas, me di la vuelta y antes de
que pudiera hablar, unas fuertes manos rodearon mi cuello, sofocando sueños e
ilusiones, asfixiando mis lágrimas y oprimiendo mi corazón… de la misma manera
que la oscuridad de la noche iba cubriendo el bosque, estaba apagándose mi vida
en manos del que yo creía era mi amor.
Desde aquél día estoy
condenada al silencio, condenada al eterno cielo teñido de tinto que matiza las
plantas, el rio e incluso a mi piel rancia.
Los troncos rugosos han
destrozado las yemas de mis dedos con cada caricia, el pasto seco ha cortado
mis pies desnudos y el viento se ha llevado cada uno de mis cabellos al igual
que mis recuerdos, hay veces que sé quién era, pero otras veces ni yo misma sé
si soy recuerdo, olvido o nada.
Después de caminar sin rumbo
es mi eternidad sentarme debajo del oyamel a observar como la corriente
del río escapa, algo que yo no puedo hacer: huir del silencio, olvido y
soledad, porque desde que dejé de existir en el mundo del amanecer, no hay
nadie conmigo, solo estos árboles observando cómo me pulverizo en el mundo de
las sombras.